Se ha señalado hasta el hartazgo a Alfonsín como “padre de la democracia”. Sería justo entonces que nosotros, los también llamados “hijos de la democracia”, pudiéramos hacer un balance de lo que sentimos hacia esta democracia, intentar responder por qué cada vez menos argentinos van a votar (las elecciones presidenciales de 2007 fueron las menos concurridas desde 1922, 71,8 % del padrón), por qué los jóvenes parecemos incómodos, ausentes de este sistema político ¿Habrá desinterés, como suelen rotular los medios de comunicación, “apatía”, o será que esta democracia está tan consolidada que no permite que nos acerquemos a ella?
Alfonsín inauguró un ciclo histórico, el ciclo con mayor cantidad de gobiernos constitucionales en la historia Argentina, atrás quedaron los golpes militares y las desapariciones. Sin embargo, vemos que nuestro país está en una profunda crisis social, con una riqueza cada vez más concentrada entre los mismos beneficiados por la dictadura y una mayoría que vive con menos ingresos que los que ya les habían recortado en 1983. Nuestro país goza del brutal mérito de poder alimentar a 300 millones de personas y al mismo tiempo, que entre sus apenas 40 millones de habitantes haya 3 millones de niños que pasan hambre. La participación del salario de los trabajadores en la economía pasó del 50% en 1975 a poco menos del 25% en 2008. Cabría entonces revisar si nuestro sistema de gobierno ha servido para revertir las políticas que diseñaron los militares o si, en cambio, asistimos a la profundización de un modelo económico y social que ya no necesitó de la tortura para mantenerse sino que pudo legitimarse con los votos.
Alfonsín supo de este riesgo, comenzó su gobierno asumiendo la responsabilidad de refundar la Argentina, de ahí el Juicio a las Juntas, la propuesta de un club latinoamericanos de deudores para investigar la deuda externa fraudulenta que nos habían legado Martínez de Hoz y el joven Cavallo, su enfrentamiento con la Iglesia y la Sociedad Rural. Este programa fue levantado tras los planteos militares de 1987 y los 13 paros de la CGT. A partir del Plan Austral se vuelve a impulsar la política de ajuste, se renuncia a auditar la deuda externa y se sancionan las leyes del perdón.
Podríamos establecer ahí una línea de acontecimientos que nos lleva hasta el presente: la claudicación como forma política. Sin negar el peligro latente de los tanques y los grupos económicos en aquellos tiempos, ¿es gobernar ceder ante los poderes, dejarse condicionar cuando hay un país que defender? La frase “La casa está en orden y no hay sangre” exhibe una forma de concebir la conducción política. La casa está en orden porque hay alguien que la ordena, un líder que decide por el bien de todos. Alfonsín confió hasta las últimas consecuencias en su capacidad de liderar y conciliar las contradicciones a las que se enfrentaba en su agenda. Ante una crisis como la que estaba atravesando el país, optó por inmolar su proyecto político y entregarlo a consideración de los poderes de turno.
La sangre es el eterno espejo de nuestra democracia: a no patear mucho el tablero que lo que viene puede ser peor. Pareciera que el miedo se instaló en el conjunto de la sociedad y funciona como memoria colectiva de lo que no debe intentarse. En esto, la responsabilidad no es sólo adjudicable a Alfonsín como hombre político sino al temor presente en el tejido de toda una clase política que vio desvanecer sus utopías durante la dictadura y a una sociedad que en su conjunto se vio amenazada y sometida a los campos de concentración. A su vez el miedo siempre presente hacía posible el discurso del “no se puede” que sirvió para legitimar los '90 que reina hasta nuestros días (Cfr. alusiones a “grupos de tareas” por parte de Kirchner al referirse a los destituyentes ruralistas). Los miles que fueron durante Semana Santa a la Plaza de Mayo a apoyar la democracia y a los juicios a los represores vieron que su presencia en las calles poco iba a tener que ver con las decisiones, que se tomaron en otro lado.
Así la clase política se enclaustró en arreglos corporativos para solucionar la “gobernabilidad” de la Argentina, forma política consagrada con el Pacto de Olivos, que en plena orgía neoliberal celebraron Menem y el Radicalismo, de la mano del propio Alfonsín, para terminar de vaciar de contenido los partidos políticos y dejarnos un Estado completamente desguazado y corrupto. Si los '80 pueden ser leídos como la caída de la utopía los '90 será el de el entierro de las lealtades y el de la traición definitiva a cualquier arraigo popular de la política.
Alfonsín fue un líder político de notable capacidad para destacarse por sobre los límites de su propio partido, queriendo formar un tercer movimiento histórico que trascendiera los límites del bipartidismo vigente. Su muerte es también la muerte de uno de los últimos referentes de un modo de pensar la política, el de la militancia en partidos tradicionales, el de los comités de base. Tras el intento fallido de conformar la Alianza con parte del progresismo "blanco" y con la posible implosión del kirchnerismo, esta clase política hoy es incapaz de sostener un liderazgo como el de años anteriores y se ve obligada a encolumnarse detrás de figuras mediáticas como Macri, Reutemann, De Narváez o Scioli, de nula trayectoria militante pero eficaz pregnancia en la agenda televisiva para plantearnos qué hacer con la seguridad, la inflación, las retenciones, o cualquier eje de discusión que el rating nos proponga. Si bien es un caso singular por haberse formado en la UCR alfonsinista, Carrió también se ha construido a si misma como una telepolítica que cambia de discurso tan rápido como los diarios cambian de tema. Su derrotero, desde la aventura socialdemócrata del ARI hacia la neocon Coalición Cívica sirve de muestra para percibir el carácter efímero e intrascendente de las definiciones en el mapa electoral de hoy.
Yo nací durante la segunda mitad del gobierno de Alfonsín. Mi mamá siempre me cuenta que entre lágrimas fue a la plaza a apoyar al gobierno cuando amenazaban los carapintadas con tomar la Casa Rosada. Eso me condiciona desde el vamos: ni siquiera me había tenido cuando este señor estaba gobernando el país. Siempre pensé, influido por una educación histórica marcadamente radical- liberal, en Alfonsín como ese señor de buen corazón que había querido hacer muchas cosas pero que no lo habían dejado, hasta que en 2001 muchos argentinos de una edad más cercana a la mía que a la de él salieron a la calle para reclamar porque esa democracia que él nos había legado no los representaba, y más aún, los había hundido más que la dictadura. Ahí vi que ese señor al que no lo habían dejado hacer se reunía con otro, el señor Duhalde al que ni los votos le habían dejadi hacer, para ver, una vez más, cómo volver a este país “gobernable”. Es decir, que todos esos argentinos de mi edad no siguieran saliendo a decir que no los querían, que se fueran todos. Y sentí que a veces, a los políticos no les dejan hacer lo que la gente quiere y otras, muchas, los políticos tampoco permiten que se haga lo que la gente quiere. Duhalde no fue elegido, sin embargo, fue el encargado de “pacificar”, Kosteki y Santillán por medio, la conflictividad social de la Argentina y dejársela a un nuevo gobierno que la reencauzara. De allí, donde estamos ahora. Sería bueno discutir qué democracia queremos en una país donde con ella ni se come, ni se educa ni se cura.